Ayer, una suave cortina de lluvia,
delgada y dulce,
sobre esta tierra sedienta;
gentilmente y piadosa, se posó.
Los verdes resaltaron
el pedregullo su color cambió,
el duro cemento, hirviente,
casi vencido, se refrescó.
Infantiles gotas
junto a otras adolescentes,
como kamikaze sin botas,
sobre los techos explotaron.
Eran tan pequeñas
que el césped
en sus brazos las mecía
y la tierra abría bocas
donde ellas se perdían.
Fue tan ínfimo el instante
y tan grande el sudor;
un perfume inexplicable,
invasor, altivo y elegante
de todo se apoderó.
Pensé por un momento
que sobre la tierra,
al fin,
había triunfado el amor.
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